Feo arroz.

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El primer recuerdo que tengo de mi madre es cuando me llevó a ver Toy Story en un cine pequeño de dos salas. Recuerdo que era un día soleado. Compró palomitas y un refresco para los dos. En aquel viejo cine, las butacas eran rojas. Apenas y recuerdo haber movido los pies que no llegaban al piso. No recuerdo más salvo sus abrazos y la forma en cómo hablaba conmigo como si yo fuera alguien importante y no sólo un niño que no sabe nada del mundo de los adultos.

 

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Mi mamá era de las mamás que dominaban con la mirada. Era de las que siempre estableció jerarquía tan sólo con mirarme o hablarme. Su portentosa voz, sus llamadas de atención siempre supieron ponerme los nervios de punta cuando niño. Sin embargo, siempre me decía lo afortunado que era en el sentido de que en sus tiempos, no sólo era la mirada, sino la lluvia de madrazos, chanclazos y hasta de golpes con la manguera que le solían endilgar mis abuelos cuando niña. Respecto a eso, una vez mi mamá me dijo que se juró nunca pegarme a mi y a mis hermanas, porque aunque había aprendido disciplina de ello, siempre pensó que había mejores maneras de que yo aprendiera una lección. Y eso siempre fueron los castigos. Una semana sin mi videojuego favorito. Una semana sin salir a jugar fútbol a la cuadra. Sin embargo, una vez le contesté de mala manera siendo adolescente y me dio una cachetada más que merecida.

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Leo en redes sociales que alguien ha compartido un pensamiento “los que no tienen para un regalo, hay que juntarnos en un parque para hacer un bailable”. Y me puso a pensar las veces que cuando niño, ese era el único regalo que yo le daba en su día cuando cursaba la primaria. (Pienso desde hace tiempo que las buenas calificaciones que me hicieron merecedores de reconocimiento no cuentan pues mis privilegios nunca me impidieron preocuparme de otra cosa salvo que de estudiar). Regalo que al final ella pagaba porque los trajes para ejecutar esos bailables en los que todos los niños competían para ser el mejor, no se costeaban solos. Salí en todos los bailables y todas las celebraciones en las que había que costear un vestuario, habidos y por haber, desde el kínder hasta el final de mi educación primaria; ella con mi abuela y mis tías siempre estuvieron ahí para verme. Salvo uno: en cuarto de primaria, en la que la maestra, una de estas chilangas que vestían blusas bordadas chiapanecas a lo Beatriz Paredes, quiso que hiciéramos un bailable azteca en el que sólo salieron unas 4 personas. Mi favorito de esos bailables fue en el que salí en el kínder con traje de baño, la panza desnuda y unos lentes oscuros mientras bailábamos “cuando calienta el sol aquí en la playa”.

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Hace poco leí en Tsunami la muestra del diario de una amiga periodista en la que confesaba sus pen(s)ares durante la crianza de sus dos niñas. Con su mezcla de sentimientos encontrados entre el  cariño, la ternura y la desesperación que sus hijas le profesaban, me hizo pensar las veces en que seguramente mi mamá quiso tirar la toalla cuando yo, o alguna de mis hermanas, nos portábamos insoportables al pedir un juguete o excursión que no podía costear en ese momento o subida a algún andamio mientras ella agotada, sólo deseaba ingerir algún alimento o ir a casa a tirarse. Siento que, como el cliché señala, tengo la mejor mamá de todas, que no me pudo tocar una mejor y que he sido muy afortunado en tenerla en mi vida.

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Pocas veces he visto tan triste a mi mamá como el día que se quemó la planta baja de la casa. Era 28 de diciembre y verla tirar todas y todos los muñecos de navidad y las luces que había comprado, poco a poco, en varias ciudades, durante más de 20 años. Tirar su refrigerador, su microondas, el comedor, varios de sus adornos orientales y árabes que había adquirido en sus múltiples años durante mucho tiempo. Desde aquel día del incendio, hace 4 años de eso, mi mamá ya no adorna la casa de Navidad. A lo mejor soy el menos indicado para escribir sobre ello porque siempre castraba a mi mamá de que comenzaba a adornar desde Halloween para levantar los adornos ya insertados en la época de La Candelaria. «Y eso a ti qué chamaco hijo de tu chingada madre, es mi casa y hago lo que quiero» siempre me respondía con justa razón. Pero lo cierto es que extraño hacerla repelar con eso y extraño verla adornar la casa, que siempre fue la envidia de muchas amigas.

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A mi mamá le gustan los Beatles. Recuerdo aquellas calurosas mañanas sabatinas en las que colocaba alguno de sus CD’s en aquella vieja grabadora negra que cuidaba más que cualquier otro objeto que ella hubiese adquirido. Se miraba al espejo y los tarareaba. Se arreglaba frente al espejo y cantaba las canciones. Y decía: ésta la compuso Lennon, y ésta Harrison, y ésta MCartney. Y también siempre contaba historias sobre ellos, como cuando no quisieron venir a México porque según la gente no apreciaría su música al ser cantada en lengua inglesa, como el hecho de que en la radio traducían sus canciones al español, como aquella vez que se compararon famosos con Jesucristo y mucha gente los dejó de seguir.

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También le gustan las cosas de Animal Print, los elotes asados —infinidad de anécdotas de los hombres de su vida orillándonos a la acera de alguna calle o carretera para comprarle uno—, algunas novelas televisivas, la hojarasca de García Márquez y la cabaña del Tío Tom, las anécdotas que le contaba mi abuelo, contar anécdotas de mi abuela, ir a pescadería o por una buena pizza, venderle mercancía a sus amigas, bailar, bailar y bailar pero sobre todo, su perro shitzu de cuarenta mil pesos al que trata mejor que a mi hermana y a mi.

 

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Mi mamá no ha sido muy apegada a los perros. De hecho, ella siempre prefirió los gatos. Pero dejó de tenerlos porque le desarrolló una enfermedad que casi impide que yo naciera. Si acaso solía acariciarles la cabeza a los perros que tuvimos antes de los dos schnauzers que tenemos ahora. Pero el perro que se compró hace unos años, Toñito, es su adoración. Nunca le vi tanto miedo en los ojos como cuando Toñito aprovechó un descuido nuestro, salió de la casa y huyó hacia unos condominios al final de la calle con el fin de esconderse. Una vez me confesó que tuvo un perro parecido que le había regalado mi abuelo. El perro murió atropellado. “Quizás es que me recuerda a él y por eso es que lo quiero tanto” me dijo.

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Mi mamá odia el desorden en la cocina, a los vecinos ruidosos, ingerir un montonal de pastillas al día para mantener estable su hígado, la gente que no baila y como casi todas las mujeres que conozco, que no se hagan las cosas como ella quiere.

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Según yo alguna vez fui marxista y quería revolucionar a las personas con mis pensamientos. Pura tontería de juventud. En aquellos años mi mamá no había sido trasplantada de hígado por sus doctores en el Instituto Nacional de Nutrición. Entonces yo no vestía de ninguna marca y odiaba todo lo que tenía que ver con ellas. Era de esos jóvenes que les gustaba la trova cubana y a la vez, estaban peleados con el jabón. Lo siento, nadie es perfecto. En la calle de Gante, a unos metros del centro histórico de la ciudad de México, había un Starbucks. Habíamos caminado varias horas, estábamos cansados y queríamos refrescarnos. Y le sugerí que entráramos. ¿Pero tú no odias esos lugares? Recuerdo que me dijo. Pues sí, le dije, pero estamos cansados y hay que refrescarnos. Ninguno de los dos, dignos de tierra cafetalera, había entrado a alguno de esos lugares amados regularmente por gente blanca y que presume tener un inglés mejor que su español. Fui yo quien bajó a pedir la orden para los dos. La planta baja de la cafetería —si es que a eso se le puede llamar cafetería— estaba llena por lo que nos sentamos en unos sillones confortables  de la planta alta. Estábamos contentos pero vapuleados. Más ella: había tenido consultas y sus consultas son —siguen siendo a pesar del trasplante— agotadoras. Recuerdo haber usado el ticket y escribirle en la parte trasera que algún día regresaríamos al mismo lugar y nos reiríamos de todo eso. Cosa que así fue. Hoy ese Starbucks ya no existe pero nos seguimos riendo de aquellos aciagos tiempos que de vez en vez, siguen amenazando con volver.

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Hace unos días fui a la Feria del Libro y La Rosa de la UNAM. Encontré tres tomos de crónica editados por dicha universidad. Como vivo fuera de casa, soy el cliché de que ningún dinero alcanza. Aparte de comida y transporte, hay que pagar la renta. Cosas que sólo se comprenden verdaderamente cuando sales de casa. Por eso, como buen dramático, fui al Twitter y escribí sobre la tristeza pequeñoburguesa que me dio no poder comprarme los tres tomos de Crónica editados por Felipe Restrepo Pombo. Mi mamá que me sigue ahí —y en casi todas mis redes sociales— me respondió enseguida por su costo, sugiriendo que ella me los regalaba sin ningún problema. No respondí pero me puse a pensar en las veces, que aún sin ser trasplantada de hígado, siempre me consintió comprándome libros, aunque sólo le alcanzara para uno. De las anécdotas que recuerdo fue en aquel Parnaso de Coyoacán: me regaló el omnibús de poesía de Gabriel Zaid que estaba con descuento. Por las repetidas veces que llegamos a ir, a las dueñas les parecimos un poco curiosos y se hicieron amigas de mi mamá casi, casi. Hasta nos contaron de la vez que una señora de la alta sociedad fue a dicha la librería específicamente a comprarles miles de libros —los que fueran— porque iba a tener la visita de Elba Esther Gordillo.

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Esculco el twitter de mi mamá. Leo sobre sus preocupaciones. Casi siempre somos mi hermana y yo. Cuando leo cosas y recibo acciones como en la que mi mamá quiere resolver mis deseos más banales, como el de los tres tomos de crónica, teniendo yo decenas de libros en espera para ser leídos, siempre me da un montón de culpa. Como si yo no mereciera una mamá tan cariñosa. Siempre siento que a pesar de todos los logros que puedo yo obtener o dedicarle, de todas las comidas que yo pueda invitarle o del sueldo que yo pueda compartirle, siempre estaré en deuda. Siento que todo lo que ella hace por mi, por más buen hijo que me comporte con ella, nunca será suficiente. Pienso en ello mientras veo su perfil una foto de Mafalda con sueño. La recuerdo a ella con sueño, despertando, pidiéndome que vaya a la tienda por algo que necesita. Una ternura ensordecedora estremece mi cuerpo y quiero tomar un ADO sólo para abrazarla. Ahora que conozco lo que se siente la ausencia de un padre pienso que cuando ella me falte, muchas cosas se van a derrumbar y que la vida, ahora sí, jamás será igual. Que ahora sí estaré solo en el mundo. La sensación de abandono a la edad que sea que tengas, diría Joan Didion en El Año del Pensamiento Mágico. Es esa sensación que veo en ella cuando extraña a mi abuela, a pesar de tener en mis tíos gran apoyo, a pesar de tener pareja. Pero mientras esos tiempos feos llegan, como el feo arroz que no me quería comer de niño pequeño, no queda de otra más que disfrutar y celebrar que la vida me permite todavía decirle que la quiero y que es todo para mí.

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